Flexibilizar para atrás: una reflexión necesaria sobre la reforma laboral y el falso camino al desarrollo

La experiencia histórica argentina y la comparación internacional muestran que recortar condiciones laborales no impulsa el crecimiento: solo precariza y debilita el tejido productivo. El desarrollo real requiere fortalecer salarios, demanda interna y empleo formal.

Comunicación - Notas de opinión17 de noviembre de 2025Equipo ENACEquipo ENAC
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En Argentina, cada tanto reaparece -como un mantra agotado pero eficaz en ciertos sectores de poder- la idea de que el país “solo va a crecer” si se recortan derechos laborales. Se presenta como modernización, como si estuviéramos frente a un salto a la vanguardia del siglo XXI, cuando en realidad es un retroceso a lógicas preindustriales. La nueva reforma laboral vuelve a insistir con este enfoque, y conviene decirlo sin rodeos: no hay evidencia seria, ni histórica ni económica, que muestre que flexibilizar las condiciones de trabajo genere crecimiento sostenido, mejora de la competitividad o bienestar colectivo.

Los números hablan por sí solos. Desde el retorno de la democracia en 1983, los mejores períodos productivos de la Argentina estuvieron siempre asociados a la expansión del mercado interno, al fortalecimiento industrial y al crecimiento del salario real. Fue así en los momentos en los que la clase trabajadora y la clase media recuperaron poder adquisitivo; cuando las pymes pudieron vender, invertir, contratar y multiplicar su actividad. Nada de eso tuvo relación con recortar indemnizaciones, extender jornadas o debilitar contratos de trabajo. Por el contrario, cada vez que el país transitó por experimentos de “flexibilización”, solo se profundizaron la precarización, el desempleo y la fragilidad del tejido productivo local.

Hay algo básico que vale la pena recordar: la economía funciona cuando la gente tiene plata en el bolsillo. Cuando los salarios crecen, el consumo se mueve; cuando el consumo se mueve, las pymes producen; y cuando las pymes producen, contratan, invierten y generan más riqueza. Este círculo virtuoso no nació de un laboratorio ideológico: se comprobó una y otra vez en la práctica argentina. La clase trabajadora -tantas veces demonizada- demostró más de una vez que, cuando la economía se activa, es la primera en dinamizarla: compra, invierte en bienes durables, mejora su vivienda, sostiene al comercio y le da volumen a la producción nacional.

Sin embargo, el discurso recurrente de la flexibilización pretende convencernos de que el problema del país está en los costos laborales. Es un diagnóstico cómodo para quienes no quieren revisar la verdadera anomalía argentina: somos uno de los pocos países donde las multinacionales logran tasas de retorno que no existen en el primer mundo al que supuestamente debemos imitar. Mientras allá aceptan estándares laborales elevados, sistemas de protección robustos y modelos redistributivos fuertes, acá reclaman condiciones casi coloniales. Lo que en sus países de origen sería ilegal, aquí se presenta como innovación.

En paralelo, los mismos actores mediáticos que impulsan la reforma citan como gurúes de la modernidad a empresarios que, en los últimos días, reclamaron la eliminación de indemnizaciones y un régimen de contratos cada vez más desregulado. Lo curioso es que muchos de estos empresarios tienen negocios en países donde las protecciones laborales son mucho más fuertes que aquí.

Frente a estas simplificaciones, resulta refrescante recuperar miradas más profundas y rigurosas, como la del economista francés Thomas Piketty, quien lleva años demostrando que las sociedades más prósperas, más innovadoras y más estables son aquellas donde la riqueza se distribuye mejor. Las herramientas que propone -desde sistemas fiscales progresivos hasta ingresos básicos universales- no buscan castigar al capital, sino expandir la capacidad de consumo y sostener la demanda agregada que permite el crecimiento genuino. Porque sin demanda no hay inversión posible, y sin inversión no hay productividad que valga.

Argentina, sin embargo, parece atrapada en una trampa distinta: una economía financiera que se volvió adicta a su propio mecanismo, como un ludópata que cree que va a salir del pozo apostando una ficha más en la ruleta. La reforma laboral aparece entonces como una “solución” mágica a un problema que no se quiere discutir: la necesidad urgente de reconstruir una matriz productiva, tecnológica e industrial capaz de generar valor y trabajo formal. Pretender que la precarización va a resolver esa deuda histórica es, en el mejor de los casos, ingenuo; en el peor, directamente funcional a la concentración económica que nos viene dejando cada vez más pobres, más endeudados y más desiguales.

La distancia entre esta teoría y la vida real se ve en historias cotidianas, esas que no entran en los informes de consultoras ni en los editoriales de los grandes diarios. Hace unos días, una mujer cercana a mi entorno fue despedida después de cinco años de trabajo. Cinco años. Cero aportes, cero derechos, cero indemnización. Todo en negro. Lo único que se llevó fue la angustia y la sensación de haber sido descartada como si nada. Esa es la verdadera flexibilización: la que deja a las personas sin piso, sin previsibilidad y sin dignidad laboral. No es una hipótesis: es la Argentina que muchos ya viven a diario. ¿De verdad queremos profundizar ese modelo?

Como empresario PyME dentro de ENAC, pero también como argentino que apuesta por el desarrollo nacional, me resulta evidente que el camino no es por ahí. Un país no se construye debilitando a quienes lo hacen funcionar todos los días. Se construye fortaleciendo el empleo formal, ampliando derechos, modernizando la productividad sin sacrificar humanidad, invirtiendo en tecnología, ciencia y educación, y asegurando que la riqueza generada circule y no quede atrapada en un pequeño grupo que obtiene ganancias extraordinarias sin reinvertirlas.

La discusión de fondo no es técnica: es ética y política.

¿Qué tipo de país queremos? ¿Uno donde millones vivan con miedo a perder todo de un día para otro, o uno donde el trabajo vuelva a ser la base del progreso colectivo?

La reforma laboral propone lo primero. La historia económica argentina -y la experiencia comparada de las principales economías del mundo- demuestra que el futuro solo puede construirse por el segundo camino.

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