La falacia liberal argentina

El autodenominado liberalismo argentino vuelve a exhibir su contradicción esencial: quienes predican el libre mercado reclaman la intervención del Estado cuando sus privilegios se ven amenazados. Un repaso histórico del doble discurso que atraviesa a las élites económicas desde el siglo XIX hasta hoy.

Comunicación - Notas de opinión09 de noviembre de 2025Equipo ENACEquipo ENAC

Por Roberto Villarruel - Socio de ENAC


“Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros.” - Groucho Marx

La célebre frase del genial cómico estadounidense es una marca de identidad del autodenominado liberalismo argentino.

Como un nuevo capítulo de la farsa -o la tragedia- liberal argentina, asistimos en estos días a las declaraciones de Juan Martín de la Serna, presidente de Mercado Libre Argentina, quien durante su discurso en el foro Abeceb, muy suelto de cuerpo, se queja del peligro que representa la competencia china para su modelo de negocios y pide… ¡regulaciones del Estado! Si eso no fuera suficiente para reír o llorar, según se prefiera, De la Serna completó su participación con una encendida defensa del… ¡trabajo argentino! Estas declaraciones son, sin duda, una burla a todo el pueblo argentino, pero especialmente a las industrias nacionales pymes y a los trabajadores que sufren día a día la tragedia de la motosierra del gobierno libertario.

Estamos hablando de un empleado jerárquico de una empresa cuyo fundador y director ejecutivo, Marcos Galperín, es un conocido benefactor de la derecha argentina, que apoya abiertamente al gobierno de Javier Milei. Un gobierno que ha destruido 20.000 empresas nacionales en sus dos años de gestión, que redujo el poder adquisitivo al piso más bajo en años, que se regocija de la dependencia de Estados Unidos y que, en nombre de ella, ha abierto las importaciones a mansalva y le ha entregado al gobierno estadounidense el control de la economía y del destino de todos los argentinos.

La prédica antiestatal del jefe de De la Serna lo ha llevado a escapar del país y radicarse en Uruguay para no pagar impuestos. Paralelamente, su empresa ha recibido múltiples beneficios impositivos y de incentivos por parte del mismo Estado al que se ha cansado de despreciar. Es el cinismo criminal y el doble discurso histórico de los dueños del poder en Argentina.

El liberalismo conservador argentino -que dice representar los sectores del poder en nuestro país-  sembró en la conciencia nacional una serie de falacias. Habló de libertad, de “la mano invisible” del mercado, de déficit, los beneficios del endeudamiento externo, el supuesto “atraso” de la industria nacional, la “antigüedad” de los derechos laborales y la cultura de la soberanía, entre otras. Pero detrás de cada promesa, escondió un Estado al servicio de los poderosos.

Promesas todas que nos llevarían a un supuesto país “civilizado” que solo existe en sus mentes clasistas y codiciosas.


Sin embargo, el verdadero sostén de sus descomunales ganancias -a tasas nunca vistas en el mundo-, de la concentración de la riqueza y de la construcción de monopolios que amplió su poder hasta límites desconocidos, solo fue posible bajo la tutela de un Estado al que asaltaron, ya sea por la vía militar o mediante gobiernos civiles propios o títeres. Gobiernos que construyeron un entramado de leyes, endeudamiento, decretos y decisiones que beneficiaron únicamente a los grandes terratenientes, las corporaciones, los monopolios y los grupos concentrados.


El Estado que dicen combatir -y al que atribuyen los males del país-, lo que en realidad nunca fue otra cosa que el sueño de un país sin trabajadores empoderados, ha sido y sigue siendo su principal fuente de poder y existencia.

 

Un poco de historia

A lo largo de nuestra historia, las clases dominantes argentinas, los grupos de poder y sus voceros y representantes políticos -y especialmente su núcleo intelectual y burocrático- se erigieron como los custodios de la corriente liberal de pensamiento que, a grandes rasgos, constituyó el basamento doctrinario del capitalismo y, por ende, de la República Argentina.

Ahora bien, si durante los primeros años de la construcción de la Nación las élites políticas ejercieron una suerte de liberalismo doctrinario -que llegó incluso a enfrentarse con el poder de la Iglesia y con los sectores más conservadores de la oligarquía- y sentaron las bases institucionales de una república, apenas asomó sobre la superficie de la Patria el pueblo verdadero -los trabajadores urbanos y rurales, los comerciantes, las incipientes clases medias, los primeros emprendedores e industriales nacionales-, ese liberalismo quedó en el arcón de la historia para convertirse en un enunciado vacío y cínico.

Con el crecimiento imparable de los sectores populares, la aparición del peronismo, la irrupción en la historia de los trabajadores asalariados y la catarata de derechos que expandió las bases productivas -alejando a la Argentina de la factoría colonial y recortando miles de privilegios, principalmente de la oligarquía ganadera, las multinacionales y los monopolios exportadores-, nada quedó en los hechos de aquel “espíritu liberal”.

El liberalismo argentino se ha cansado, desde entonces, de intentar destruir la República y desintegrar la industria y la sociedad argentinas, cometiendo las atrocidades políticas, sociales y económicas más criminales en nombre de la “libertad de mercado” o las “libertades civiles”, que no dudó en pisotear cada vez que pudo. Llegó incluso al paroxismo de sostener y financiar una dictadura genocida que disolvió el Congreso y el Poder Judicial, prohibió los sindicatos, intervino las asociaciones profesionales y silenció a la prensa y la cultura.

En su versión más contemporánea, tras la caída del Muro de Berlín y el fin del comunismo, el neoliberalismo inició una descomunal campaña de propaganda comunicacional y doctrinaria que sentó las bases del sentido común dominante que sostuvo el crecimiento y el dominio mundial del capitalismo financiero, así como la naturalización de la extrema concentración de la riqueza. En la Argentina, este proceso fue particularmente brutal y visible. La nueva democracia iniciada en 1983 apenas pudo resistir, durante sus primeros meses, la instalación definitiva de la cultura de la especulación financiera y el ataque sistemático al poder del Estado como regulador y árbitro de las desigualdades en las relaciones económico-sociales que se había consolidado durante la dictadura cívico-militar.

Desde entonces, la historia económica y política argentina ha estado dominada por los Galperín y los De la Serna, que mientras se llenan la boca de liberalismo y republicanismo, han trabajado incansablemente para destruir las industrias nacionales y minar cualquier intento de construcción de una República y una Patria justas, libres, soberanas e inclusivas; basadas en la producción, el trabajo con salarios dignos, la distribución justa de la riqueza y un Estado que ordene, sostenga y fomente ese modelo.


Pero salen corriendo a pedir protección cuando sus privilegios se ven amenazados. Por eso, el cinismo de De la Serna -como el de los libertarios en el poder- repugna.

 

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